Federico González Frías

El Libro del Secreto

Portada El Libro del Secreto

 


Para Patricia Serdá            

1

Ibamos caminando por la calle una mañana mi mujer y yo después de haber realizado una diligencia, distraídos en nuestra conversación, cuando de pronto y casi simultáneamente observamos una vidriera que teníamos a la derecha de nuestro recorrido; ambos nos detuvimos un poco abruptamente y nos quedamos mirando el interior de la vitrina, y oí como en un sueño que mi esposa decía:

– ¡Hannah!

Mientras, yo pensaba exactamente lo mismo. Nos acercamos todo lo que pudimos y allí estaba. En realidad descubrimos que eran dos Hannahs, una pequeña que parecía una muñeca Shirley Temple y otra de mayor tamaño que aparentaba como unos quince años, con un extraordinario parecido físico entre ellas.

Absortos nos quedamos durante unos minutos contemplando ese espectáculo asombroso para nuestros ojos y volvimos a mirarnos a la cara con una expresión seguramente tan incrédula como extraña; como la vidriera estaba turbia, un poco sucia en realidad, nos atropellamos para entrar a la tienda, que era la casa Guerrico y Williams –hoy inexistente–, y nos acercamos decididamente al motivo de nuestra atención. En efecto, una niña como de seis o siete años y una adolescente estaban frente a nosotros. La niña se encontraba en mejor estado, mientras la púber tenía un poco descascarado su rostro, como si se le hubiera caído su maquillaje (me molestó que hubiera comenzado a pintarse tan joven). Las dos tenían los labios un poco rojos, ojos de color celeste y un pelo rubio que la primera llevaba en tirabuzones sobre sus hombros, mientras la segunda ostentaba una melena corta, un poco a lo "garçon".

Nos acercamos embargados por la emoción y pudimos contemplarlas de cerca, a cosa de dos o tres metros, donde nos detuvimos para no perder la visión de conjunto. Quedamos otros breves instantes en silencio y tras mirarnos nuevamente con mi mujer observé que una lágrima había comenzado a correrle por la mejilla, que se correspondía con la opresión casi dolorosa que yo percibía en mi garganta. Mi esposa entonces tomó entre sus brazos a la pequeña mientras yo alternaba mi visión entre la una y la otra. Al observar nuestra profunda conmoción se acercó un empleado hacia nosotros y amablemente nos preguntó si estábamos interesados en ellas.

– Mucho, respondí con cierta vehemencia.

– Hace un tiempo que las tenemos y la verdad es que casi nadie se ha fijado en ellas, pese a que son casi perfectas, agregó con ánimo comercial.

A mi esposa Raquel le asomó a los ojos una cierta mirada de rencor mientras yo preguntaba al tendero:

– ¿Y nadie se las ha llevado?

– En verdad, pensábamos retirarlas esta semana de la vitrina y colocarlas en la parte de atrás, para que luzcan mejor.

Miré nuevamente a mi mujer de modo intenso y ella acalló el rencor que asomaba a sus ojos.

– Creo, dijo el empleado, que harán bien llevándoselas, aquí están muy solas, se compadeció.

Los ojos de mi esposa volvieron a brillar y yo me quedé callado esperando cómo proseguía el diálogo.

– No hemos tenido ofertas por ellas, dijo el hombre.

Y agregó:

– ¡Fíjese! Creo que se las pueden llevar por la base; un regalo.

Yo proseguí callado.

– Son quince nacionales por la pequeña y veinte por la grande.

– Nos las podemos llevar ahora, se apresuró a decir mi mujer.

Y el dependiente contestó:

– Hecho.

Saqué mi libreta de cheques del Banco de la Nación sin pedir rebaja por esa exorbitante suma y extendí el documento; mientras el vendedor lo recibía llamó a otro dependiente de guardapolvo gris que estaba por allí cerca para que consiguiera un taxi, lo que sucedió casi de inmediato, y rápidamente colocó a la pequeña en el asiento de atrás, y a su hermana mayor –al comienzo las considerábamos hermanas y así las tratamos durante un tiempo– en el puesto delantero junto al conductor. Apenas habían tenido un momento para pasarles con prontitud un plumero y una gamuza por el cuerpo y observé que esa acción no me agradó. En menos de quince minutos estábamos en nuestra casa pagando al conductor, y mientras mi esposa acunaba en sus brazos a la pequeña yo cargué con la grande en el ascensor.

Fue una suerte que nadie nos viera en el trayecto, con aquella pequeña muñeca preciosa, si bien muy desvencijada, y yo abrazado a un maniquí de tienda de madera. Así subimos hasta nuestro piso, en el viejo ascensor abierto a la escalera y asegurado por unas verjas de hierro; como era lento tuvimos la oportunidad de besarnos tiernamente con Raquel a la vez que compartíamos la sensación de haber vivido un milagro ante nuestros ojos y en el interior de nuestras conciencias. Salí yo primero, y mientras sacaba las llaves y abría la puerta, mi mujer comenzó a cantarle unas canciones de cuna a la menor; yo observaba atentamente los ojos de nuestra adolescente y no perdía ni un solo detalle de su aspecto. Así advertí que la mano izquierda la tenía un poco quebrada y un dedo estaba en una falsa posición con respecto a los otros. Aquello me dolió y para reconfortarla le guiñé un ojo. Entramos a nuestro departamento y no bien habíamos cruzado el umbral cuando mi esposa me dijo de modo confidencial:

– Tenemos que conseguirles una habitación.

Y mientras ella ponía a reposar a la pequeña sobre nuestra cama, yo cubrí púdicamente la desnudez y los senos incipientes que comenzaban a insinuarse en la mayor. Nuestro departamento tenía varias habitaciones: uno en el que dormíamos, otro que oficiaba de nuestro despacho, con un escritorio para cada uno de nosotros y un tercero, que era una especie de cuarto de huéspedes que nunca utilizábamos pues todos nuestros parientes vivían en la ciudad y en barrios bastante cercanos y bien comunicados, por lo que nadie habitaba en el interior de la República, y no había por lo tanto ningún motivo para que nos visitara y se quedara allí a dormir; teníamos también un cuarto de plancha y otro donde practicaba esgrima y las dependencias de servicio con su bañito, donde Elvira –una vieja doméstica que nos atendía– dormía o simplemente descansaba después de habernos hecho la limpieza y la comida. Esta mujer –de la provincia de Córdoba– tenía igualmente una sobrina, Teresa, que la ayudaba de fijo y que vivía en las dependencias de servicio del departamento de enfrente, que era idéntico a éste y que tenía a su cargo. En la siguiente habitación –a la que llamábamos de huéspedes, y que era un poco un cuarto de roperos– trasladamos a las niñas; allí mi esposa vació un armario lleno de cosas que nos habían regalado para nuestro casamiento y que no utilizábamos en absoluto, y puso a nuestras niñas a cada lado de la división del ropero sacando estantes para que pudieran entrar.

–Todo esto necesita una limpieza profunda, me comunicó mientras les hacía un lugar provisorio en esa que sería su casa.

Afortunadamente no estaban ni Elvira ni Teresa porque era sábado y les dábamos feriado ese día de la semana junto con el domingo. No teníamos por qué despertar preguntas innecesarias. Mi mujer las guardó allí temporalmente mientras metía todos los inútiles regalos –que luego vendimos– en una cesta de mimbre donde guardábamos ropa en desuso. Después de esta operación, fatigados, más bien exhaustos, nos fuimos a dormir a nuestra cama matrimonial una siesta que se prolongó hasta bien caída la tarde.

Nos despertamos y comimos muy someramente y nos volvimos a dormir de modo profundo, sin sueños de ninguna especie.

2

El domingo me levanté tarde, a las diez y media de la mañana, dado el grado de agotamiento emocional que me había supuesto el encuentro con las pequeñas. Hacía ya rato que había sentido que Raquel se levantaba. Me coloqué mi bata y me fui a la antecocina donde, efectivamente, ella había puesto la mesa y preparado las cosas para el desayuno. Luego me dirigí a la habitación, que ya en mi imaginación había bautizado como el cuarto de las niñas, reemplazando de inmediato al cuarto de huéspedes; allí estaba mi mujer envuelta en un mono azul terminando de hacer la instalación en el armario, al que había limpiado con rasqueta y jabón y lustrado con cera. También en ese momento lo estaba perfumando con unos saquitos de lavanda seca y unos pedazos de alcanfor que había ido a comprar a la farmacia Nelson apenas unos minutos después de su hora de apertura; igualmente, algunas bolitas de naftalina se veían aquí y allí en algún rincón. Se había despertado a las cinco y media y desde entonces no cesaba de limpiar y arreglar. Unas flores frescas adornaban la habitación, que parecía cambiada, con sus amplias ventanas abiertas a la calle y no cerradas y en penumbras como las teníamos habitualmente. Este departamento estaba formado en realidad por dos unidades, que mi padre había unido por los fondos cuando se trasladó a vivir allí con nuestra familia. En una de ellas tenía un despacho y los salones y el resto lo ocupaba con mi madre; en cuanto a nosotros, sus tres hijos, vivíamos en el de enfrente; el comedor de diario estaba también allí, mientras que el comedor oficial se mantenía en donde ambos habitaban. Y una vez que mi madre murió nos mudamos, siendo nosotros bastante niños, a otro más grande que compró en la Avenida Córdoba y Canning.

Mi padre, aunque de origen sefardí, había vivido siempre en Alemania, y ostentaba el apellido Negrín de larga data en España (donde había nacido), aunque se trasladó siendo apenas un niño a la ciudad de Berlín en la cual se crió, medio en que mi abuelo progresó económicamente, como él en el negocio de pieles, que importaba de Rusia, y sobre todo en el comercio de alhajas, particularmente diamantes. Había aprendido el negocio junto a su progenitor, con el que había viajado desde niño a Rusia, al Imperio Austrohúngaro y a Holanda y España país donde también desarrollaba sus actividades comerciales y, donde bastante posteriormente, fue nuestro domicilio familiar. Aunque mi madre y él siempre en cierta forma siguieran relacionados con Berlín manteniendo el fuego de su hogar en esa ciudad, si así pudiera decirse.

Cuando comenzó Hitler –al que al principio mi progenitor miraba con simpatía– las primeras escaramuzas con los judíos menos favorecidos ellas circularon en el ambiente de nuestra comunidad, y muchos de sus amigos de entonces creyeron que nada de eso les tocaría y que se trataba más bien de malhechores que vivían en los ghettos dedicándose a la delincuencia, la prostitución y el pillaje. Pero indagó en diferentes medios, pese a que ya vivíamos en Madrid y como su profesión de comerciante próspero español lo mantenía bien informado se dio cuenta, por elementos del ejército, que la cosa iba en serio contra nosotros y comenzó a preparar nuestro éxodo familiar económico a Holanda, Francia y posterior­mente todo a España, donde vivíamos aprovechando su nacionalidad, pues como ya llevo dicho allí había nacido. Y así, gracias a nuestros lazos comerciales logró salvar la fortuna de los apetitos nazis con el tiempo necesario para vender nuestras propiedades en Alemania y trasladarla a España a fin de poseer buen dinero en crédito, oro y piedras preciosas. Y no puedo dejar de mencionar aquí los horrores del holocausto que se llevó a muchos de nuestros familiares y amigos.

Siguiendo con nuestra historia familiar recordaré que en Madrid, donde había adquirido diversas propiedades inmobiliarias, se agregaron otras nuevas.

Sin embargo, después de años de estar en España comenzó a sentir el régimen del caudillo Franco que había implantado igualmente en el país una dictadura de la cual era el jefe absoluto. Como tantos otros judíos, mi padre comenzó a pensar en América (Norte, Centro y Sur) para emigrar y se decidió por Buenos Aires, adonde llegamos cuando yo tenía ya más de veinte años. En Madrid, pues allí me formé –y siendo como era sefardí (y en mi casa se hablaba esa lengua)–, pude asistir al colegio, incluso a una escuela religiosa, ya que para ese entonces mi padre y mi madre –que también era sefardí y a la que mi padre había conocido en Holanda (en su propia casa en Rotterdam igualmente hablaban sefardí)– eran españoles, y como tales pasábamos en un amplio medio con el que mi progenitor estaba vinculado, no sólo gracias a su cada vez más creciente fortuna personal y a los valores que igualmente había acumulado en bancos de Holanda y Suiza, sino que a ello se sumó la dote de mi madre, también bastante cuantiosa, y que, además, se había convertido en católica.

Eramos hispanos como llevo dicho, así fue reconocida nuestra nacionalidad, y cuando viajamos a Argentina como tales llegamos, aunque mis hermanos y yo adquirimos completamente y en sus formas, los vicios y virtudes de esta nueva patria. Por otra parte, mi madre conectó con medios de los que desde entonces fue su religión, mientras mi padre se mantenía como laico, aunque con contactos con toda la comunidad judía española, especialmente en Madrid. En España todo era muy barato y mi padre aprovechó para hacerse de numerosas propiedades inmobiliarias en barrios un poco alejados del antiguo centro, como los terrenos que compró en la Avenida de la Castellana, desde el barrio de Salamanca (en la calle que hoy ostenta el nombre de Ortega y Gasset) hasta el estadio del que fuera posteriormente el Club Real Madrid, sin contar las propiedades de la calle Goya, heredadas por mi madre.

Llegamos entonces a la Argentina como españoles republicanos de un cierto dinero y mi padre se instaló de entrada en la castiza Avenida de Mayo, núcleo central de los españoles en Buenos Aires, ciudad donde revalidé mi título universitario en la Facultad de Filosofía y Letras, y David la de médico. Así yo era el menor de mi familia, y Ezequiel, el mayor, comerciante. Los dos primeros hicieron mucho dinero, en especial Ezequiel, mientras yo me contenté con la herencia de mi padre y mi madre y con el estudio de los clásicos y de distintas religiones, comenzando por la hebrea, seguida por la católica y finalmente por la islámica, con la que nunca me ataron grandes simpatías.

Heredé mis departamentos de la Avenida de Mayo, en el último piso de la torre en el Barolo, viviendo en el que teníamos de muchachos, e instalé en el otro mi biblioteca en varias lenguas, a la que posteriormente se agregaron los libros de mi mujer, que no eran pocos. Y recibí igualmente otros bienes con los que me he mantenido hasta el presente, sobre todo actualmente con las propiedades inmobiliarias españolas que también me tocaron en la distribución de los bienes familiares, y que con el tiempo se han ido valorizan­do extraordinariamente porque hacia allí se ha ido trasladando el centro residencial y comercial de la capital española.

3

En cambio Raquel carecía de dinero, pero no de una sólida educación y cultura, adquirida especialmente en Francia. Y eso la ayudó a mantenerse como traductora de las principales editoriales porteñas antes de que nos conociéramos. Posteriormente siguió en ese mismo oficio durante los veinte años transcurridos desde nuestro casamiento, celebrado en la sinagoga de la calle Libertad, porque aun con tantos beneficios como los que nos otorgó nuestra posición y cultura no fuimos bendecidos jamás por la llegada de hijos, debido a unas paperas que contraje en la niñez viviendo en España y que me llevaron al borde de la muerte.

Pero antes de proseguir, he de aclarar un asunto que me pareció curioso a la par que interesante. He definido a mi padre como laico, adjetivo que también creo que me cuadra, aunque mi interés por el fenómeno religioso, y sobre todo por las dos grandes religiones que han conformado el alma de Occidente, es decir por la judía y la cristiana –amén de las paganas, griega y romana–, ha sido tal que ha ocupado buena parte de mi vida. Empero, el día en que encontramos a las muchachas era un sábado, y por este motivo inconscientemente he sentido una sombra de culpa por haber actuado y negociado, asunto que les es prohibido a los judíos en ese día sagrado donde prácticamente no deben moverse de sus casas entregados a la oración. Por otra parte, creo que la gravedad y solemnidad de nuestro encuentro contribuía a que le diera un carácter santo, cuando no providencial. Ya sabía yo que los israelíes de hoy día respetaban el sábado muy poco, a la inversa de como lo hacían en época del Maestro Jesús (el que les respondió con una pregunta de modo mordaz: "¿se ha hecho al hombre para el sábado, o al sábado para el hombre?"), que fue incluso acusado de curar en el día del Shabbath siendo como era judío y descendiente de la casa de David. Esto último también me movía a disculpar mi encuentro con las chicas, desgravándolo de todo atisbo de culpa, dada la majestad del Maestro Jesús: uno de los más grandes judíos que han aparecido en la historia, profeta excelso y creador de una religión que merecía todos mis respetos, no sólo porque hubiera sido abrazada por mi madre, sino también por la piedad que despertaban en mí tanto el Nuevo Testamento como los primeros padres de la Iglesia, o pensadores tan extraordinarios como Dionisio Areopagita, el Maestro Eckhart o Nicolás de Cusa. Y quiero aclarar este asunto porque formaba parte de mi propia interioridad, que sufría a veces por esta dicotomía, dado mi respeto hacia la metafísica de Israel, especialmente su cábala, y hacia la cristiana, que incluía a tantos grandes filósofos, así como a los profetas judíos.

Sin embargo, y pese a mi laicismo, acompañaba a Raquel los sábados a la sinagoga, ya que ella era practicante, aunque no fervorosa, y me había dado cuenta de que en especial iba a pedirle al Gran Dios de Israel su fertilidad puesto que hacía años, si no lustros, que buscábamos descendencia y por ese entonces yo no sabía aún con exactitud lo de mis paperas, de lo que me enteré mucho después, y casualmente, por mi hermano David, el cual me contó que padecí de niño de esa enfermedad y el efecto que había producido en mi capacidad de reproducción. Aunque no quiero mentir. Para mi deshonra nunca se lo confesé posteriormente a Raquel, tal vez porque sentía que afectaba a mi virilidad. Eran muy distintos aquellos tiempos a los de ahora y jamás había consultado a un médico sobre ello.

4

Hacíamos una vida sencilla y muy organizada: por la mañana yo salía para la oficina de mi hermano, que quedaba sobre la calle Rivadavia a dos o tres cuadras de mi casa. Allí pasaba cerca de cuatro horas atendiendo los asuntos inmobiliarios en España, para lo cual éramos socios con el Sr. Koplowitz; estas propiedades eran de mi hermano Ezequiel y mías, y habíamos construido allí, en la Avenida de la Castellana, un gran edificio con locales para oficinas que se alquilaban sin problema ninguno. Sin embargo, al igual que con otro edificio que nos pertenecía y que él administraba, las rentas que percibíamos de ellos y otros bienes españoles en Buenos Aires eran escasas, dado que el peso argentino tenía un valor muy alto mientras la peseta se cotizaba mal; también poseía con Ezequiel el enorme edificio de Córdoba y Canning –que tenía tres salidas a la calle– y que constaba de un montón de apartamentos familiares. Por otra parte, igualmente éramos dueños de unos locales en la Avenida Corrientes, que se mantenían bien alquilados. De estos últimos era de donde provenían en verdad mis recursos, porque eran muchos y estaban rentados en una zona muy poblada y próspera llena de comerciantes, en la esquina con Pueyrredón.

Me encargaba asimismo de la administración de estas propiedades, mientras Ezequiel tenía ingentes negocios que abarcaban casi todos los ramos, en los que yo no tenía nada que ver. Cualquier cosa o dificultad que se presentara con lo que teníamos en común se lo hacía saber a mi hermano y juntos resolvíamos todos los problemas, incluso con los abogados, con los que teníamos que lidiar a menudo; trataban acerca de comerciantes fundidos que se presentaban en quiebra, otros que sencillamente huían dejando el tendal de víctimas por todos lados; esa era la ralea con la que yo lidiaba, auxiliado por una secretaria y un gestor que se ocupaba de cobrar los alquileres y llevar las cuentas bancarias. En general era poco lo que yo tenía de labor y me daba tiempo para leer el diario en la oficina e informarme de algunas cosas con dos o tres amigos con los que hablábamos por teléfono, y algún otro que venía a visitarme u ofrecerme algún negocio, que cuando veía podía tener algún interés derivaba al despacho de mi hermano Ezequiel.

Mi otro hermano, David, tenía instalada una clínica en la Avenida Córdoba cerca del viejo hospital de clínicas, lo que era en sí un excelente negocio que administraba con mano férrea. La mayor parte de la gente importante o con dinero de nuestra colectividad pasó por sus manos, fue intervenida en su clínica u hospitalizada en ella. También administraba la joyería de su suegro en la calle Florida y seguía trabajando, asociado con su hijo mayor –mi sobrino Abraham, al que todos llamaban sin excepción Alberto–, con pieles que traía desde Europa y vendía por fortunas en Buenos Aires, tal la solidez de este país y la de su moneda. En cuanto a mí, me quedaba desde las nueve hasta la una y media de la tarde en la oficina, de la que volvía caminando a mi casa, en invierno por la parte soleada de la avenida. Sólo muy de tarde en tarde tenía que regresar a firmar algún contrato o por algún asunto especial.

Mis hermanos, al igual que yo, se casaron con mujeres judías: la de David era química y manejaba el laboratorio de su gran sanatorio. También tenía joyería propia, pues su padre había poseído esta profesión y eran poderosos económicamente.

Ezequiel, el mayor, nunca pudo hablar como porteño sino con un cierto acento extranjero, como español mezclado con alemán u holandés; en cambio tanto yo como David nos expresábamos como argentinos sin que nadie pudiera tacharnos de cualquier otra cosa, sobre todo David, porque en mi caso, y al estar más acostumbrado a leer literatura castellana y a viajar por mis propios asuntos a España, poseía un lenguaje no tan marcadamente capitalino. En mi vida en la Península fue donde pasé mucho rato en tertulias literarias siendo joven ­­–aun cuando ya hacía unos años usaba "chambergo", me fumaba de vez en cuando algún pitillo, o me tomaba un "fino"–, y conocí a bastantes escritores interesantes, que luego fueron famosos y realizaron una gran obra. Ya hablaré más tarde de esto. En cambio, David conversaba con todos los modismos porteños de la época y le gustaba cantar y bailar tango.

Aquí iré reproduciendo algunos fragmentos de los recuerdos de mi vida argentina, país que sentía era el mío y en el que seguía incluso la política y la vida social que me circundaba. En ese entonces muchísimos artistas españoles visitaban Buenos Aires, como otros de distintas nacionalidades, y allí pude oír en el Teatro Colón tanto al gran Caruso y a Manuel de Falla, como en el Teatro Avenida todas las zarzuelas estrenadas por los más grandes en Madrid: baste mencionar a los hermanos Alvarez Quintero, Jacinto Guerrero y Manuel Fernández Caballero. De hecho, no nos perdimos ningún estreno de zarzuela, ya que este género hacía las delicias de mi Raquel y no dejábamos pasar una sola función sin concurrir al Avenida, que era en general donde las representaban. Yo por mi parte encontraba una cierta similitud entre "La Violetera" y algunos tangos de nuestro país y por momentos me gustaba canturrear ambas melodías, que representaban el alma popular de nuestros pueblos.

Nuestro departamento quedaba cerca de todo y teníamos cafés y restaurantes donde escoger, a la par que librerías –recordar mi auténtica pasión por los libros–, que incluso estaban abiertas hasta las cuatro o cinco de la madrugada y a las que concurríamos después de la ópera, o de cenar en algún magnífico restaurante de por allí. Recuerdo especialmente El Tropezón, donde nos gustaba comer a veces un puchero, un bife de chorizo, o cualquier otra cosa exquisita y magníficamente bien preparada. A la madrugada volvíamos por la calle Corrientes y observábamos los mil y un cafés con todas las luces encendidas, repletos de jugadores de ajedrez, entre ellos muchos paisanos, con los que a veces me gustaba alternar y echar una partida cuando Raquel se quedaba en casa.

Era un verdadero lujo vivir en esa ciudad donde los restaurantes con su mantelería recién planchada y sus copas inmaculadas nos incitaban constantemente a cenar allí, lo cual hacíamos a menudo. O de vez en cuando igualmente íbamos a escuchar tangos en los altos de algunos locales de Corrientes y yo me pegaba a Raquel para la danza, ya que era una maestra consumada en ese arte que había visto en París antes de bailarlo en su cuna de origen.

Los jueves almorzaba con mis hermanos en el Club del Progreso de la calle Sarmiento y nos comentábamos las noticias, en especial las que tocaban a nuestros asuntos particulares y también a los comunitarios. Allí, igualmente, mientras fumábamos un cigarrillo y nos tomábamos un copetín, nos encontrábamos con otros amigos con los que alternábamos. En especial los de mis hermanos, que estaban muy bien relacionados y no sólo con la comunidad judía.

5

Los domingos iba con Raquel a un restaurante que se llamaba El Globo, de lo cual teníamos costumbre desde antes de casarnos: quedaba en la calle Salta y de allí solíamos dar algún paseo por el parque Lezama, que quedaba un poco más lejos pero que tenía un jardín precioso; otras veces nos llegábamos hasta los parques que hay enfrente de Tribunales y del Teatro Colón, o nos íbamos hasta la plaza del Congreso. Incluso nos tomábamos un taxi e íbamos hasta el Rosedal y los jardines de Palermo, donde siempre me gustaba contemplar la estatua de los españoles, que me parecía una escultura hermosa. Tal vez si hubiéramos tenido hijos podríamos haber cruzado hasta el zoológico, que era un bello parque con las jaulas efectuadas en distintos estilos arquitectónicos (hindú, árabe, africanos y tantos otros) y unos animales extraordinarios, no como ahora que parecen apolillados.

En cuanto a los días normales, llegaba a mi departamento del edificio Barolo y ya Elvira, ayudada por Raquel, me tenían listo el almuerzo. Generalmente comíamos un bife vuelta y vuelta con papas fritas y una buena ensalada mixta, luego nos dormíamos una breve siesta de una hora mientras a la tarde tanto Raquel como yo nos dábamos una ducha y nos poníamos a trabajar. Ella en sus traducciones y yo en mis lecturas. Otras veces, me iba caminando hasta el Jockey Club de la calle Florida donde tenía un permiso para acceder a la biblioteca. Mientras viví en Buenos Aires jamás sentí la necesidad de tener automóvil y me trasladaba o bien caminando, o en los diferentes tranvías que circundaban la ciudad. Tampoco mi radio de acción excedió las veinte o treinta manzanas salvo cuando, como he dicho, nos íbamos en invierno al Rosedal, o en verano a la orilla del río, al Munich de la Costanera Sur para ser precisos. Pero lo que más nos gustaba era pasear por San Isidro al atardecer o llevar nuestro programa hasta el Tigre, donde a veces pasábamos en verano una semana de vacaciones. También íbamos en enero a Mar del Plata o algunas veces a Montevideo, que nos deslumbraba con su sencillo encanto y las playas de Pocitos.

Yo era de mis hermanos el "bohemio" de la familia. Gustaba de usar para el diario saco sport y pantalones de franela grises que me mandaba hacer con un sastre de la comunidad, Witemberg, en simples géneros nacionales. En cambio mis hermanos eran elegantes y vestían de oscuro en casimires que importaban de Inglaterra, usaban sombreros orión y rancho en el verano. Asimismo tenían autos lujosos, como David, que poseía un Packard último modelo, hecho especialmente en Detroit, y además guardaba en su colección en el garaje de su quinta en Florida un Hispano Suiza como el que había poseído Alfonso XIII, rey de España, que ni siquiera Jorge Born tenía…

Pero volvamos ahora al comienzo de esta narración, cuando el lunes se presentaron a trabajar Elvira, Teresa y Norma, esta última una empleada que venía por el día a ayudarlas. También solía venir a servirnos Juanita Viñuales, una madrileña llena de salero que había conocido mejores épocas. Ella cumplía la función de modista y mi mujer le ofrecía, en el cuarto de plancha, una moderna máquina Singer, donde nos hacía los ruedos de los vestidos, los delantales a las muchachas, algún arreglo a la ropa de mi mujer y cosía medias y calzoncillos, que en esa época eran de lana o de puro algodón. Me hacía también unas camisetas muy abrigadas que usaba los días más fríos, así como otros menesteres, para lo cual venía martes y jueves a atendernos. Murió tristemente unos años después, y dejó un gran hueco en nuestra familia porque acompañaba mucho a Raquel.

6

Y nuevamente retornemos al día en que llegaron las niñas a nuestra casa, aquel recordado 14 de Mayo, aquel sábado del que ya les he hablado. El lunes, o sea dos días después, como es lógico tratamos de evitar por todos los medios que Teresa, Elvira y Norma se enteraran para nada de la existencia de nuestras queridas hijas. Lo conversamos antes del desayuno, en la cama, y previamente a salir le informamos al personal que la habitación iba a quedar bajo llave porque allí nos dedicaríamos a coleccionar muebles y objetos para una nueva casa. Les hicimos saber que la prohibición iba en serio y estaba vedado el acceso a ese cuarto aunque fuese acciden­tal­mente, puesto que ésa era nuestra voluntad y formaba parte de sus obligaciones. Finalmente entramos con sigilo al cuarto de las chicas, abrimos el placard, y allí estaban, deslumbrantes de belleza. Fue como si la habitación de pronto se iluminara con una luz más poderosa y diáfana que cualquier otra, un resplandor que no nos cegó sino que por el contrario iluminó toda la escena con nitidez y que emanaba de estas dos bellezas fulgurantes. Sin pensarlo dos veces Raquel y yo nos postramos de rodillas ante tanta hermosura, cayendo sobre nuestros rostros. Estuvimos así largo rato hasta que poco a poco comenzamos con todo respeto a levantarnos y a retroceder sin darles nuestras espaldas. Raquel dijo:

– Si hemos de servirles tenemos que acostumbrarnos a esta situación porque son ellas mismas las que la han provocado; debemos habituarnos a estar frente a ellas siempre con nuestras cabezas bajas.

Yo le repliqué:

– Así sea.

Cerramos cuidadosamente la puerta del armario –ya el tabernáculo, es decir el Arca de la Alianza–, y comenzamos a hacer arreglos indispensables en la habitación, donde el placard pasó a ser el centro alrededor del cual giraba todo. Decidí excusarme en la oficina mientras nos pareció que los regalos de matrimonio precisamente debían ir a la casa de remates Guerrico y Williams, por un motivo que juzgamos cargado de simbolismo. Y en tanto yo preparaba dos maletas cargadas con esos adminículos, mi esposa observó sigilosamente que las empleadas no estaban utilizando la enceradora y se puso a lustrar el piso. Una vez que terminé de llenar las maletas, Raquel, ayudada por mí, arrastró hasta el pasillo la cama que había amueblado esa habitación y la mesa que la acompa­ña­ba, igualmente con la idea de llevarlas posteriormente a la tienda de los martilleros. Había también un sillón que por adecuado nos pareció debía permanecer allí en el cuarto en señal de respeto, así como dos sillas que parecían hechas a medida para nosotros mismos. Salí con las valijas hacia los remates, mien­tras mi mujer ponía en marcha la lustradora y la pasaba hasta por los rincones inmediatamente después de que, utilizando la aspiradora, limpia­se hasta la más mínima partícula de polvo, tal como había hecho el día anterior con el sagrario de nuestras princesas. Mientras tanto me tocó transportar las maletas hasta la tienda de com­praventa.

Al verme bajar del taxi el empleado me saludó cortésmente, y temiendo tal vez una devolución me preguntó con un poco de recelo:

– ¿Qué lo trae por aquí?

Le expliqué el motivo de mi visita mientras abría las valijas y al ver su contenido los ojos del hortera se iluminaron, a la vez que venía desde el otro extremo del local el de guardapolvo gris a contemplar tamaño tesoro compuesto de porcelana, platería y cristalería, amén de otras frivolidades más o menos lujosas.

– Ya se ha hecho cliente, me dijo el empleado, mientras con vulgaridad me guiñaba un ojo cómplice:

– Espere un momento por favor. Voy a llamar a uno de los socios de la firma, agregó.

Al cabo de un corto tiempo apareció éste, y al mirar someramente se dio cuenta de la calidad de mi cargamento.

– Hay muy buenas mercaderías aquí y da la casualidad de que el mes que viene tenemos un remate especial en el que bien podían estar incluidas. Pero tengo que hacerle una tasación para ponerlas con una base adecuada. Si tiene un poco de tiempo espere a que se le haga una lista de su contenido, nos firma un contrato de consignación y esperamos al tasador para que le ponga una base, lo que tardará hasta el martes. Mientras, le ruego nos acepte un café en tanto se le detalla la mercadería y firma lo que usted nos ha dejado.

Así lo hice, tomé un riquísimo e inesperado café y recorrí la tienda donde había desde trastos casi inservibles a cosas valiosas y de buen gusto, sobre todo en materia de alfombras, lo que hizo que se me ocurriera que necesitábamos unas nuevas para el cuarto de nuestras santas, que debíamos comprar, como era lógico, precisamente allí. Me entretuve en ello y pregunté las bases de dos o tres de ellas –las más lujosas y elegantes–, puesto que en la habitación de huéspedes apenas había una pequeña al lado de donde había estado la cama. También traté con el de guardapolvo gris, que acarreaba constantemente objetos de un lado para otro y descargaba con suma celeridad la mercadería que llegaba a esa hora tardía de la mañana en camiones, lo cual hacía junto con otros empleados para no provocar atascos en el tránsito; quedé con él en que esa misma tarde un furgón de la empresa viniese a buscar a mi casa la cama y la mesa de luz para traerlas al remate. Asimismo me comuniqué con mi oficina para ver si todo se encontraba normal y no había novedades. Les recordé igualmente la labor que habíamos programado para ese día.

Finalmente, el Sr. que me atendió, que resultó un empleado bastante eficiente y rápido, me entregó la lista y me perdí en la calle rumbo al edificio Barolo. Allí me encontré a mi mujer todavía en su feroz tarea, lo que me pareció muy propio de ella y su carácter, y le propuse que podíamos darnos un baño para sacarnos la tierra acumulada –ella en nuestro cuarto secreto, yo en la casa de remates– ya que estaba lista nuestra tarea de esa mañana. También le conté lo de las alfombras, lo cual le pareció una gran idea, sobre todo si las mandábamos a la tintorería –aunque las que me gustaron estaban casi nuevas–, y hacíamos alguna especie de ceremonia de purificación.

Debo manifestar que mi esposa, a la par de diligente, estudiosa y mujer seria, era también una belleza, lo que se podía admirar con toda nitidez estando ella desnuda y con el cabello rojo suelto, ya que lo llevaba recatadamente oculto detrás de un rodete que se hacía todas las mañanas. Esto quiero destacarlo porque era para mí un enorme placer cuando nos bañábamos juntos, cosa que no sucedía todos los días, pues ella se quedaba en bata arreglando la casa y dirigiendo a las empleadas mientras yo salía para la oficina.

7

Era también una mujer brillante y había sido una alumna destacada en la Universidad de Filosofía y Letras, donde la conocí, en la cual estudiaba Filología Inglesa y Alemana, así como hebreo en la Asociación Mutual Israelita Argentina. Era, en definitiva, una joya, no sólo por las cualidades ya mencionadas sino también por su sensibi­lidad hacia la música, el teatro y las artes en general. Todo eso me facilitaba hacer el amor con ella todas las noches bajo el pretexto de buscar descendencia, de lo que gozábamos mutuamente. Esa mañana el coito fue repetido tres veces, por el simbolismo de ese número, según lo dispuso mi querida Raquel. Luego de lo cual ella se dedicó a poner la mesa mientras yo leía cómodamente los diarios: La Nación y La Prensa, este último, cosa curiosa, tenía en la portada y en las primeras páginas los avisos clasificados –como ciertos diarios ingleses– hasta que Perón lo cerró. Cuando volvió a aparecer tenía otro formato y los anuncios, que eran su fuerte, los había captado otro periódico más ágil y de formato menor. Almorzamos tranquilamente.

Una vez que terminamos de comer yo me fui a dormir la siesta, mientras Raquel salía con rumbo desconocido. Me desperté una hora y media más tarde y aún no estaba mi esposa, aunque llegó a los pocos minutos cargada de paquetes.

– He estado en la tienda San Miguel donde he comprado estos dos géneros, me explicó mientras me mostraba uno azul y otro blanco, y luego he pasado por Gath y Chaves y encontré estos dos preciosos vestiditos, los que me enseñó seguidamente, dos batitas en algodón, me dijo mientras abría unas bolsas en las que se hallaba la ropa envuelta en papel de seda.

– Qué bonitos son, me nació comentarle, y a continuación: ¿y para qué son esos géneros?

– Hoy viene Juanita Viñuales a las cuatro y se me ocurrió que podía mandarle hacer con ellos dos vestiditos marineros, uno azul para el invierno y otro blanco para cuando empiece el calor. Todavía tengo que encontrar material para hacerles los cuellos; en cuanto a los vestidos me parece que le quedarán bien a nuestra pequeña, pues eran para siete años y recuerda que ella es bastante alta.

No hubo terminado de darme esta explicación cuando entramos a nuestra cámara secreta, cerramos con llave y abrimos reverencialmente la puerta del sagrario. Con las cabezas gachas fuimos hacia la menor y con todo cuidado colocamos ese objeto resplandeciente sobre un sillón de nuestra habitación, mientras volvíamos al armario y cerrábamos la puerta y Raquel hacía un gesto sagrado consistente en efectuar con los dos índices una cruz de brazos iguales, una especie de X, mientras se llevaba los dedos a los labios y los besaba fervorosamente; no tardé ni un segundo en repetir ese gesto salido de nuestros corazones.

Al poco rato llegó Juanita, la costurera, y mi esposa le explicó que quería arreglar una muñeca que le habían regalado cuando niña y que para ella tenía un enorme valor sentimental, y había que tratarla muy delicadamente. En ese momento, cuando ya estaba instalada Juana en el cuarto de costura, fuimos a buscar a Hannah a su sitio provisorio en el sillón del dormitorio. Mi mujer la apretó contra su pecho mientras besaba una y otra vez tiernamente en los cabellos a la santa. Yo formé un séquito detrás de ella y de ese modo, casi en procesión, la llevamos al cuarto de costura. Allí, Juanita, sentada frente a su Singer, levantó los ojos y nos vio, y algo debe haber percibido pues mirando a lo que para ella era aún una muñeca comentó:

– ¡Pero si es una belleza! ¡Y parece que una luz le iluminara el rostro!, con razón quiere doña Raquel que la reparemos, o mejor que la reconstruyamos del modo más perfecto posible.

Dicho lo cual despejó la mesa e hizo lugar a mi mujer a su lado para estudiar la labor que debían realizar. Y cuando vio que mi esposa cruzaba los dedos, los ponía sobre la frente de Hannah y los besaba, sorpresivamente efectuó el mismo gesto de forma muy recatada y sin ningún atisbo de broma en su actitud.

Pasaron la tarde restaurando a nuestra hija divina, rellenando y cosiendo, limpiando y desinfectando, mientras yo salía para una conferencia en la calle Florida, que era donde se agrupaba en la ciudad la mayor parte del movimiento intelectual.

Tardé unas horas en regresar, y a mi vuelta, ya anochecido, Raquel me llevó a ver la obra, que desde luego estaba magníficamente realizada, pues los rellenos habían sido perfectamente efectuados mientras el frente del cuerpo de baquelita había sido sustituido por una plancha de madera que encajaba perfectamente en el lugar. Por otra parte, le habían decorado un poco el rostro, y resaltaban sus bellísimas facciones y aquella luz que era su principal característica, como lo había visto también la costurera. Pero al mirarla, levantando mi cabeza, pues había ido hasta el sillón prácticamente doblado sobre mí mismo en un gesto de piedad que no recordaba haber realizado nunca, vi la sorprendente luz sobre su cuerpo y en particular una estrella que se destacaba en su frente al mismo tiempo que nos sonreía plena de amor. Sin más, hice nuestro gesto ritual besando mis dedos que se apoyaron sin temor sobre la estrella. Raquel se había mantenido unos pasos atrás y yo retrocedí sin darle la espalda a la bendita santa, hasta tropezar con mi mujer que tenía los ojos bañados en lágrimas. El vestidito de la pequeña le caía perfectamente y le daba un aire –con su género de flores– como del jardín más bonito del mundo. En procesión la llevamos hasta su escondite en el placard y a la par que la guardábamos pude observar la misma estrella en la frente de su hermana mayor. Cerramos con todo respeto las puertas del armario,y saliendo de la cámara secreta sin darles la espalda la cerramos con la llave que mi mujer ya llevaba colgada de una cadena de oro puesta sobre su pecho. No nos dijimos una sola palabra en toda la noche y tampoco mientras yacíamos acostados en la cama haciendo el amor una vez más, llorando sin intentarlo disimular, como dos niños sin recato. Finalmente, nos dormimos y la paz y la noche cayeron sobre nosotros.

A la semana siguiente, de madrugada, mi esposa me despertó: serían las cuatro o cinco de la mañana, cinco y media tal vez, cuando instalada al lado mío, en mi parte de la cama, del lado de fuera, es decir no dentro de la misma, parada con los brazos cruzados sobre el pecho formando una X, hizo tres grandes reverencias a la par que murmuraba:

– Bendito seas varón, bendito seas, bendito seas.

Debo recalcar que esto me extrañó, pero proviniendo de mi mujer y de los días que estaba pasando no me sorprendió, y cruzando los brazos sobre mi pecho de hombro a hombro hice también tres reverencias mientras le decía:

– Bendita seas tú, mujer.

A continuación y ya establecido el nuevo signo, mi mujer musitó algo como ininteligible, o que no pude entender porque estaba agotado de la noche anterior, pues habíamos practicado ampliamente las posiciones del Kama Sutra pero sin evitar la eyaculación como en los ritos orientales –e incluso occidentales–, y había gozado tres o cuatro veces, lo que tanto para mí como para ella era un número elevado. Volví a interro­garla con la mirada y me contestó:

– Todas las madrugadas a esta hora debemos efectuar esta ceremonia de fecundación. En sueños me lo ha trasmitido Hannah y ha sido una orden imperiosa; solamente necesitamos hacer este rito con prescindencia de cualquier otro antes de nueva orden, aunque ella tarde meses en ser pronunciada.

La verdad es que hacía mucho frío esa cruda noche invernal y desabrigados como estábamos y con los pies descalzos temí pudiera sucedernos lo peor, o sea agarrarnos una pulmonía, directamente, sin excusas de ninguna naturaleza.

– Hoy debemos ir al piso superior de la Confitería Ideal, en la calle Esmeralda, y sellar con un brindis este pacto.

Me puse los dedos cruzados sobre mis labios y ella hizo lo propio con los suyos y nos dimos un ósculo de paz que selló nuestra unión y que desde entonces practicamos todos los días de nuestra vida:

– Cuando tengamos una dificultad ya sabemos, dijo Raquel, dónde ir y qué hacer con respecto a nuestras santas.

Asentí un poco como iluminado, pues tal había sido la sensación que compartimos esa tarde cuando concurrimos –como todos los miércoles (día de Mercurio, el mensajero de los dioses)– ante una conferencia inspirada que había dado el director de la Sociedad Teosófica, del que debo por obligación y promesa de secreto evitar su nombre por nunca jamás. En efecto, no he mencionado hasta hoy el hecho de que pertenecíamos a la Sociedad Teosófica Argentina Independiente, fundada por un alto maestro de nuestro país, y compartíamos con nuestro grupo las experiencias de lo sagrado que este alto dignatario nos transmitía por medio de sus escritos o sus simples, y a veces cómicas, conversaciones.

Al rato volvimos a meternos en nuestra cama, sin ninguna sensación de frío ni con ningún síntoma fuera de los habituales y seguimos durmiendo abrazados durante toda la noche.

Ya teníamos, pues, nuestra forma de la deidad, su rito y la manera de honrarla: por medio de nuestras prácticas sexuales y de la vigilia que debíamos mantener a toda costa, así lloviera o tronara, todas las madrugadas de nuestra vida en esas horas intensas y cargadas de sentido.

(Continuará)